Jesús

[Tomado, traducido y adaptado de Richard J. Bauckham, “Jesus”, en New Dictionary of Theology: Historical and Systematic, 2a. ed., eds. Martin Davie, et. al. (Downers Grove: IVP, 2016), 467-471.]

Jesús es el nombre personal del hombre Jesús de Nazaret, conocido por los cristianos como Jesús el Mesías (Cristo). Para la fe cristiana no es sólo una figura histórica real del pasado, sino también, en virtud de su resurrección y exaltación al señorío divino, la persona viva en la que creen los cristianos. Para la teología cristiana clásica, Jesús es el Hijo encarnado de Dios, es decir, el Hijo divino o Logos, la segunda persona de la Trinidad, encarnado como ser humano. Como Jesús, el Hijo divino vivió una vida plenamente humana y ahora conserva en el cielo su plena humanidad, glorificada como será la nuestra en la nueva creación.

El nombre Jesús, en sí mismo un nombre judío común (Yeshua) en la Palestina del siglo I, dirige nuestra atención a la identidad humana, histórica y particular del hombre judío de Nazaret, que vivió, murió y resucitó de entre los muertos, tal como relatan los Evangelios. Por tanto, este artículo se centrará en esta particularidad humana de Jesús, que puede quedar fácilmente oscurecida cuando la discusión teológica se centra en la encarnación como Dios hecho «hombre» o humano en un sentido general, en lugar de como Dios hecho este hombre concreto, Jesús.

Jesús en la cristología clásica

Tras un largo proceso de reflexión y controversia, los Padres del Concilio de Calcedonia definieron la concepción ortodoxa de la persona de Jesucristo en una definición que se convirtió en normativa para la teología cristiana dominante a partir de entonces. Hablaban de la unidad personal de «uno y el mismo Hijo y unigénito Dios Verbo, Señor Jesucristo», en quien están unidas dos naturalezas, divina y humana, cada una completa, no confundida ni dividida, sino unida, de modo que la única persona es a la vez «verdaderamente Dios» y «verdaderamente humana». La integridad de la humanidad se especifica como «consistente en un alma y un cuerpo racionales», descartando la opinión de que Jesús fuera una mente divina en un cuerpo humano. Se dice que Jesús participó de la misma naturaleza humana común que todos nosotros («de una misma sustancia con nosotros en cuanto a su humanidad»), como nosotros en todos los aspectos excepto en el pecado. De su historia humana particular, la definición se refiere únicamente a su nacimiento de María.

La insistencia del Concilio en la plena integridad de ambas naturalezas es una advertencia esencial contra la tendencia demasiado común de pensar en la divinidad y la humanidad de Jesús como, por así decirlo, competitivas, como si cuanto más humano fuera menos divino podría ser, y viceversa. También tiene una gran importancia soteriológica. Los Padres utilizaban a menudo el eslogan: «Se hizo lo que somos para que pudiéramos llegar a ser lo que Él es», o «Se hizo humano para que pudiéramos llegar a ser divinos». Querían decir que el Hijo divino asumió la humanidad para que los humanos pudiéramos llegar a compartir la vida de Dios. Para ello era esencial que asumiera la humanidad completa, que se convirtiera en todo lo que significa ser humano. Si hubiera asumido, por ejemplo, sólo un cuerpo humano, sólo los cuerpos humanos habrían sido redimidos, no las mentes humanas.

El particular corte filosófico del pensamiento de los Padres les inclinó a pensar en la humanidad de Jesús en términos de naturaleza humana general, y a descuidar el hecho de que para ser un ser humano no sólo hay que compartir la naturaleza humana en general, sino también ser un ser humano particular con una historia única. Por supuesto, nada de lo que dicen niega eso, y es importante que, como cualquier declaración abstracta de cristología, su definición no pretendía mantenerse por sí sola, sino servir de marco dentro del cual leer los Evangelios y contar la historia de Jesús. El Tomo de León, uno de los tratados cristológicos que el Concilio autorizó como ortodoxos, enraíza su comprensión de las dos naturalezas en las particularidades del relato evangélico.

El «Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe»

Para la fe y la teología cristianas hasta los tiempos modernos, Jesucristo fue sin duda el Jesús de los Evangelios. El único y verdadero Jesús era a la vez una persona histórica, cuya historia se narraba de forma fidedigna en los Evangelios, y el Señor exaltado, objeto de fe y culto. Pero el desarrollo del estudio histórico crítico de los Evangelios en la Europa del siglo XIX puso esto en tela de juicio, y el resultado fue la búsqueda del Jesús histórico, que pretendía reconstruir la vida y la personalidad de Jesús sobre la base de una investigación exclusivamente histórica.

Gran parte del ímpetu de la búsqueda en la Alemania del siglo XIX procedía del deseo de los eruditos protestantes liberales de descubrir a un Jesús diferente del Cristo dogmático de la fe de la Iglesia, un Jesús no sobrenatural que fuera una figura más creíble en la que basar su comprensión del cristianismo. Este Jesús histórico era ante todo un maestro de ética que enseñaba, en palabras de Adolf von Harnack, «la paternidad de Dios y la fraternidad del hombre». El estudio definitivo de Albert Schweizer sobre la búsqueda hasta 1906 puso de manifiesto su tendencia a producir un Jesús que expresara los ideales de los eruditos que lo reconstruyeron, y el propio Schweizer propuso en su lugar un Jesús apocalíptico totalmente extraño para la cultura de finales del siglo XIX. La búsqueda ha continuado de otras formas hasta nuestros días. Muchos estudiosos, sobre todo de la tradición británica, han tenido una opinión relativamente elevada del valor de los Evangelios como fuentes históricas y han descrito a un Jesús histórico que no se contradice gravemente con el Jesús de los Evangelios, mientras que otros, incluidos recientemente los asociados con el Seminario de Jesús en Estados Unidos, se han mostrado mucho más escépticos respecto a la historicidad de las tradiciones evangélicas.

Un problema fundamental en la búsqueda ha sido la suposición de que, para llegar al Jesús «real», tenemos que despojarnos de las interpretaciones, derivadas de la fe cristiana primitiva, que impregnan los Evangelios. Toda esta empresa fue criticada especialmente por Martin Kähler y Rudolf Bultmann. Mientras que Bultmann negaba que pudiéramos saber algo sobre Jesús que fuera relevante para la fe, Kähler sostenía que el «Cristo de la fe» de los primeros cristianos estaba de hecho enraizado en la historia de Jesús, por lo que el intento de separar historia y fe era engañoso. Algunos estudiosos recientes, como Dunn y Bauckham, han defendido que la fe de los primeros discípulos es nuestra vía de acceso al Jesús histórico, no una barrera que haya que saltar. De este modo, el estudio histórico de los Evangelios puede iluminar la particularidad humana e histórica de Jesús, esencial para la fe y la teología cristianas. Un beneficio particular del estudio histórico de Jesús desde 1970 ha sido poner de relieve su judaísmo y su arraigo en la tradición judía, tan evidente en los Evangelios pero tan descuidado en la historia cristiana, incluidas las primeras fases de la búsqueda.

Jesús en la cristología del NT

En la visión protestante liberal del siglo XIX, el «Jesús histórico» puramente humano quedó oscurecido por su transformación en una figura divina, objeto de fe y culto, de la que se responsabilizó en gran medida a Pablo. Este punto de vista sigue estando muy extendido, sobre todo fuera del ámbito académico del NT. Sin embargo, más recientemente ha quedado claro que Jesús fue objeto de fe y culto desde que podemos rastrear la tradición cristiana primitiva, y que ese culto no puede atribuirse a un abandono del monoteísmo judío cuando el cristianismo se adentró en un entorno pagano.

Un punto de vista más plausible es que los primeros cristianos dieron el paso deliberado de incluir a Jesús en la identidad del Dios único del monoteísmo judío. En la teología judía primitiva, dependiente de la Biblia hebrea, la unicidad del Dios de Israel se definía a menudo diciendo que es el único Creador de todas las cosas y el único Gobernante soberano sobre todas las cosas. Los primeros cristianos creían que Cristo resucitado había sido exaltado para sentarse con Dios en el trono divino desde el que Dios gobierna la creación (el Salmo 110,1, utilizado para afirmar este punto, es el texto veterotestamentario más citado en el NT). Eso equivalía a afirmar que pertenecía a la identidad única del Dios de Israel. Asociar al Cristo preexistente con Dios en la obra exclusivamente divina de la creación fue un paso que evidentemente no tardó en darse (1 Co 8,6), dejando aún más clara la inclusión de Jesús en la identidad divina.

Esta comprensión de la divinidad de Jesús no eclipsó su identidad humana particular, que para los primeros cristianos era axiomática. Más bien, la identidad particular de Jesús se consideraba parte integrante de la identidad de Dios, sin pérdida alguna para la primera. El Jesús que fue exaltado al trono de Dios fue precisamente el Jesús cuya historia narran los Evangelios.

La particular identidad humana de Jesús

Una tarea clave de la cristología es mantener la particularidad de Jesús junto con su significado universal. Existe una tentación perenne de hacer inteligible lo segundo reduciendo lo primero. Jesús se convierte entonces en una noción generalizada de humanidad ideal o de presencia divina en la vida humana, y los rasgos específicos de Jesús de Nazaret desaparecen. Especialmente desde la Ilustración, muchos pensadores han supuesto que sólo lo que es universalmente discernible puede tener un significado universal. Gotthold Lessing afirmó célebremente que los hechos contingentes de la historia no pueden ser la base de las «verdades necesarias de la razón». La fe cristiana, sin embargo, encuentra el significado universal de Jesús en, y no a pesar de, su particularidad histórica como la figura que retratan los Evangelios. Puesto que la identidad humana no es estática, sino que está formada por la dinámica de una vida particular y unas relaciones particulares, deberíamos pensar en ella como una identidad narrativa y relacional. En los Evangelios se narra precisamente esa identidad. Quién es Jesús, como el hombre judío del siglo I que era, sucede en la historia de su vida, muerte y resurrección, y en las relaciones que mantuvo, especialmente con Dios, su Padre. Los Evangelios, por tanto, nos dan la particularidad histórica de Jesús narrada de tal manera que muestra su significado universal.

Entonces, ¿de qué manera podemos encontrar el significado universal de Jesús en su particularidad histórica? En primer lugar, debemos pensar en la proclamación cristiana primitiva de Jesús como Mesías, que fue la expresión más temprana de su significado universal. En su identidad mesiánica, Jesús es el único hombre a quien Dios ha dado una vocación única para revelar a Dios y traer la salvación, el reino de Dios, a Israel y a todas las naciones. En este sentido, su identidad incluye una tarea única, emprendida por el bien de todas las personas, que tiene lugar en los acontecimientos de su vida tal como los narran los Evangelios. Esta identidad mesiánica incluye también una relación única con Dios. Jesús conoce a Dios como Padre de una manera muy especial que conlleva su propia filiación a Dios como algo único. Desde la perspectiva de su exaltación podemos ver que esta relación era filiación divina: era su propio Hijo al que el Padre enviaba para completar su propósito para toda la humanidad. El que en los Evangelios actúa y habla en nombre de Dios y revela a Dios es él mismo Dios.

Las relaciones son el modo en que un ser humano particular puede trascender su particularidad sin perderla. Jesús no sólo estaba singularmente relacionado con el Dios único, sino también con sus semejantes. A menudo se ha considerado a Jesús, como en el paralelismo de Pablo entre Adán y Cristo (Ro 5,12-21), el representante de toda la humanidad ante Dios. Pero este papel representativo puede parecer que implica sólo una humanidad genérica, a menos que podamos relacionarlo con la historia particular de Jesús en los Evangelios. Una forma de hacerlo es la noción de identificación amorosa de Jesús con otros hombres y mujeres.

Esto puede entenderse no simplemente como una identificación abstracta de sí mismo con la humanidad en general, sino como algo que ocurrió en las relaciones reales de Jesús con otras personas, ya que empatizó con ellos, participó en sus vidas, vivió su propia vida por ellos y, al final, sufrió por identificarse con su causa. Esta identificación con los demás era limitada, en el sentido de que era con los hombres y mujeres que Jesús encontró en su vida terrenal, pero no en el sentido de que Jesús la interrumpiera y excluyera a nadie de su amor. Era, pues, en principio, ilimitado y potencialmente universalizable. Esta universalidad potencial se hizo real por medio de su resurrección y su presencia post-resurrección en el Espíritu Santo. Por eso Pablo, a quien Jesús nunca conoció, puede decir que «el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).

Estas dos formas de relación única -la identificación única de Jesús con la voluntad de su Padre y su identificación potencialmente ilimitada y amorosa con otros hombres y mujeres- lo convierten en el que encarna la identificación amorosa de Dios con todos los hombres y mujeres. Esta forma de entender el asunto reconoce a Jesús como un hombre único en su significado universal sin abolir su particularidad. Más bien, su universalidad se encuentra en las formas reales en que comunicó la presencia amorosa de Dios a hombres y mujeres reales. Se encuentra en su trato con Marta y Pedro, con el paralítico y el endemoniado de Gerasene, con el esclavo del sumo sacerdote y el ladrón penitente, y ninguna generalidad puede reemplazar las historias de estas relaciones concretas en la historia humana particular de Jesús. Esta historia particular no es sólo una ilustración del amor de Dios por toda la humanidad, sino que es en realidad la forma en que Dios lleva su amor por toda la humanidad a las vidas humanas reales.

Esta forma de encontrar la universalidad de Jesús en su identificación amorosa con los demás nos libera de un cierto tipo de problema sobre la relevancia universal de Jesús que se repite con frecuencia en la cristología. Un buen ejemplo es el argumento de las feministas cristianas que encuentran un problema en la masculinidad de Jesús. ¿Cómo puede ser Jesús, como hombre, la figura humana de suprema relevancia religiosa para las mujeres? Pero la masculinidad de Jesús es un aspecto de su particularidad. Hay problemas comparables en el hecho de que Jesús fuera judío y no gentil, un hombre soltero que no tuvo experiencia de amor sexual o de paternidad, una persona sin discapacidades físicas o mentales, un hombre joven que murió antes de experimentar la vejez. ¿Cómo puede ser Jesús la figura de suprema significación religiosa para los gentiles, los casados, los padres, los discapacitados, los ancianos? Si la significación universal de Jesús tiene que significar que vivió, en su propia significación humana, toda la diversidad de la experiencia humana, entonces no podría ser una persona humana concreta, sólo una especie de cifra, un TodoPersona simbólico con el que todos pueden identificarse porque no es específicamente nadie. Pero si Jesús es universalmente relevante por su identificación amorosa con los demás, entonces su particularidad no es un problema. Jesús practicó el tipo de amor que trasciende todas las barreras entre las personas y todas las variedades de la experiencia humana y se identifica realmente con la experiencia de los demás. La evidencia de la historia cristiana es que personas de ambos sexos, de todas las edades, de todas las razas y culturas y condiciones, han experimentado la identificación amorosa de Jesús con ellos. La han encontrado en la particularidad del hombre que vivió la historia presentada en los Evangelios.

La particularidad de Dios en Jesús

El Dios bíblico se revela haciéndose identificable en el mundo. Sale de su misterio infinito y se da a sí mismo una identidad particular en el mundo, como el Dios que ha hecho tal o cual cosa o el Dios de tal o cual cosa o el Dios que habita en tal o cual lugar. Se le conoce como el Dios universal en relación con toda la realidad mundana: el Dios que creó todas las cosas y es soberano sobre todas las cosas. Pero Dios también se hace más específicamente identificable a través de su relación con realidades mundanas particulares -acontecimientos que son actos particulares de Dios, lugares donde Dios aparece o habita, personas con las que Dios se relaciona de maneras específicas. En un sentido importante, Dios se particulariza y se da a sí mismo una identidad particular por la que puede ser conocido. Al relacionarse con los patriarcas y entrar en alianza con ellos, Dios se convierte en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Al sacar a Israel de Egipto, dar a Israel la Torá, dar a Israel la tierra y ser accesible a Israel en el templo, Dios se convierte en el Dios de su pueblo Israel. Esta identidad particular le permite ser conocido, no en la abstracción, sino en el encuentro y la relación.

Desde esta perspectiva veterotestamentaria, la encarnación de Dios como Jesús el judío de Nazaret está en continuidad significativa con la forma en que Dios se reveló a Israel. Así como la identidad de Dios como el Dios de Israel es una identidad narrativa que tiene lugar en la historia de Israel, la encarnación significa que Dios es conocido en la historia particular de Jesús, que el NT presenta como la continuación y el clímax de la historia del AT. Pero en este último caso Dios se particulariza a sí mismo de un modo aún más radical, no sólo como estrechamente relacionado con Jesús, sino como el hombre particular Jesús. La revelación definitiva de Dios, su identidad para nosotros, es ahora Jesús. Jesús, en su particularidad humana e histórica, es la identidad que Dios se ha dado a sí mismo en el mundo, por la que puede ser conocido. Por último, debemos señalar que esta forma de revelación es al mismo tiempo salvífica. En la historia de Jesús, Dios se da a sí mismo para la salvación humana. Su amor nos alcanza y nos reconcilia, superando el pecado, mediante el ministerio de Jesús de identificar el amor, su muerte por el bien de todos y su resurrección en nombre de todos. Sólo en esta historia concreta Jesús es la imagen visible del Dios invisible.

Bibliografía

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