
[Tomado, traducido y adaptado de John M. G. Barclay, Paul and the Power of Grace (Grand Rapids: Eerdmans, 2020).]
¿Qué es lo que hace que un regalo sea realmente un regalo, a diferencia de un préstamo, una venta o un salario? ¿Qué es lo que hace que un regalo sea realmente perfecto? Si Dios es perfecto, y el dador de buenos regalos (dones o gracia), podríamos aprender de los regalos de Dios lo que constituye un regalo perfecto.Pero, ¿qué sería eso? ¿Serían perfectos los regalos (dones o gracia) si se dieran sin límite o restricción?[1] ¿Serían perfectos los regalos si se dieran sin límite o calificación? ¿O si se dieran primero, antes de recibir nada? ¿O si se dieran sin que los mereciéramos? ¿O si no se esperara nada a cambio? ¿O el regalo perfecto sería todas estas cosas y otras más?
Como vimos en entradas anteriores (vea la sección de “gracia” en este blog), distintas culturas y épocas conciben el regalo ideal en términos diferentes. De hecho, a menudo llevamos nuestras definiciones de regalo al extremo, y especialmente en relación con el regalo o la gracia divina. Podemos llamar a esto la tendencia a «perfeccionar» un concepto, a llevarlo hasta su punto máximo o extremo.[2] Hablamos de una tormenta «perfecta», cuando todo lo que hace que una tormenta sea «tormentosa» se combina de forma extrema. La gente puede ser una «molestia perfecta», una molestia a la enésima potencia. Pero también podemos «perfeccionar» un concepto de otras maneras, sin utilizar el adjetivo «perfecto». Los filósofos hablan de «obsequio puro» y los teólogos de » gracia libre «, buscando la quintaesencia o la perfección de estos conceptos, ya sea para definirlos o para aclararlos haciendo las distinciones más nítidas posibles. Esto también puede tener fines retóricos, incluso polémicos. A menudo surgen disputas dentro de las tradiciones cuando una de las partes dice que mantiene el significado «verdadero» y «propio» de un concepto central e intenta descalificar a la otra en esos términos. Una vez que se ha «perfeccionado» un determinado concepto (X) en una forma particular, se puede afirmar que sólo se tiene la comprensión adecuada de X, y que lo que los oponentes entienden por X es realmente no-X. Las perfecciones, por lo tanto, se basan en la antítesis, en empujar un concepto a una forma que excluye otra cosa. Pablo utiliza a menudo antítesis, y a veces habla de la «gracia» en términos antitéticos: «Si es por gracia, no es por obras, de lo contrario la gracia no sería gracia» (Ro 11:6). Formulaciones como esta han animado a los intérpretes de Pablo a pensar en la gracia como un concepto que debe ser perfeccionado, para buscar la comprensión genuina y «pura» de la gracia, lo que hace que la gracia sea «totalmente gratuita» y lo que asegura que la salvación es «sólo por gracia». La presión por perfeccionar un concepto también genera negativas: si la gracia de Dios es perfecta, seguramente es inmerecida, inagotable, indiscriminada, incondicional y sin salvedades.
No todos los regalos se «perfeccionan» de esa manera. De hecho, los regalos que nos damos unos a otros rara vez son extremos; más bien operan con moderación. Lo que doy a otro puede ser más de lo que merece, pero no es totalmente inmerecido. Puede que le sorprenda al llegar antes de tiempo, pero no es algo totalmente inesperado. En las relaciones cotidianas, los regalos no suelen adoptar formas extremas o radicales. De hecho, como veremos, los extremos pueden ser problemáticos en algunos aspectos. Pero los teólogos tienden naturalmente a presentar los regalos de Dios en su forma más nítida y en su perfil más puro. Entonces, ¿qué haría que un regalo fuera perfecto en términos teológicos?
Seis Perfecciones de la Gracia
Resulta que hay más de una manera en que un regalo puede ser «perfeccionado» y, por lo tanto, más de una perfección de la gracia. La entrega de regalos tiene múltiples ingredientes, que implican un dador, un regalo y un receptor, y cada uno de ellos puede ser perfeccionado de alguna manera. Un regalo puede ser perfeccionado en la actitud del dador, por ejemplo, o en la escala del regalo, o en la forma en que el regalo se encuentra con su destinatario. Después de observar cómo se perfeccionaban los regalos en la antigüedad, y cómo se ha perfeccionado la gracia en el curso de la teología cristiana, he llegado a la conclusión de que hay al menos seis posibles «perfecciones» del regalo/la gracia, en particular en la representación del dar de Dios:[3]
1. Superabundancia
Un regalo superabundante se perfecciona en escala, importancia o duración: es enorme, abundante, incesante, duradero, etc. Al observar la abundancia de los recursos naturales, muchos filósofos antiguos (judíos y no judíos) consideraron que los regalos de Dios eran superabundantes, dados pródigamente a partir de los recursos ilimitados de Dios, extravagantes hasta el punto de que el mundo era capaz de contenerlos y los seres humanos de recibirlos. Filón, por ejemplo, habla de la gracia de Dios como un almacén de tesoros de «riqueza ilimitada e ilimitable», que Dios «derrama de un manantial continuo e inagotable».[4] Podemos ver a Pablo «perfeccionar» los regalos de Dios de esta manera cuando habla de la gracia «abundante» o «sobreabundante» (2 Co 9,8.14; Ro 5,15-20).
2. Singularidad
Aquí la atención se desplaza del regalo al dador, y por «singularidad» quiero decir que la benevolencia o la bondad es el único o exclusivo modo de operar del dador. El dador del regalo tiene un carácter tal que sólo da beneficios: nunca haría nada en sentido contrario, como dañar, castigar o juzgar. No se trata de la generosidad del regalo: lo que importa es la singular devoción de este dador para no hacer nada más que lo que es beneficioso. Algunos filósofos griegos se empeñaron en atribuir esta perfección a Dios. Platón, por ejemplo, insistió en que Dios, como la forma más elevada de ser, era también moralmente perfecto; siendo pura y constantemente bueno, Dios sólo hace lo que es bello y beneficioso (no las cosas caprichosas o dañinas atribuidas a los dioses en la mitología griega).[5] Dado que las Escrituras judías retratan a Dios con bastante frecuencia como un ser que juzga, destruye y causa sufrimiento, esta podría ser una perfección que los judíos y los cristianos no implementarían; o si lo hicieran, tendrían que encontrar alguna manera de manejar esa percepción contraria. Se podría esperar que Dios, como juez justo, castigara el mal, y no fuera singularmente (es decir, exclusivamente) beneficioso para todos todo el tiempo. Esto no es, pues, una perfección necesaria de la gracia, y quienes sostienen otras perfecciones podrían no aceptarla. Pero se puede ver cómo podría ser, y ha sido, atractiva para muchos.
3. Prioridad
La prioridad se refiere al tiempo del regalo, que se da antes de cualquier iniciativa tomada por el receptor. El regalo previo no es una respuesta a una petición, y por lo tanto es espontáneo en su generosidad; no está obligado por un regalo previo, y es por lo tanto (en este sentido) » gratuito». Cuanto mayor es el énfasis en la prioridad, mayor parece la superioridad del dador como iniciador de la relación de regalos. En la antigüedad se solía imaginar a Dios como el primer dador, sobre todo en la creación del mundo como el primer y original regalo. En este sentido, los seres humanos nunca podían poner a Dios bajo ningún tipo de deuda; sólo respondían a los regalos divinos anteriores.[6] Los teólogos cristianos han hablado de la «preveniencia» de la gracia y de la elección previa por la gracia como «predestinación». Cualquiera que sea su matiz particular, la prioridad sugiere la libertad o soberanía de Dios en la determinación de la operación de la gracia.
4. Incongruencia
La incongruencia se refiere a la relación entre el dador y el receptor, y maximiza la falta de armonía entre el regalo y la valía o el mérito de su receptor. Una cosa es regalar generosamente y por adelantado, y otra muy distinta es regalar a destinatarios indignos o inadecuados. Como hemos señalado, en la antigüedad se asumía generalmente que los regalos se distribuyen mejor a los destinatarios dignos. La «valía» podía evaluarse de muchas maneras diferentes, pero la discriminación al dar podría considerarse un criterio necesario de un buen regalo. Sin embargo, la discriminación crea una limitación, y la perfección de la incongruencia figura el regalo como dado sin condición, sin tener en cuenta el valor del receptor. Los regalos de la naturaleza podrían representarse de este modo: al fin y al cabo, el sol brilla tanto sobre lo malo como sobre lo bueno.[7] Así, un regalo sumamente excelente podría figurar como totalmente incongruente, sin tener en cuenta el valor, y dado precisamente a los que no lo merecen. Una vez más, esta no es una perfección necesaria de un regalo, y podría parecer problemática: si los malos reciben lo mismo que los buenos, eso parece tremendamente injusto. La justicia cósmica podría exigir que los regalos de Dios no sean incongruentes, sino que se distribuyan a quienes los merecen. Pero para ciertos fines, o en ciertas condiciones, es posible perfeccionar el regalo incongruente.
5. Eficacia
Los regalos que consiguen algo, que cambian las cosas para mejor, pueden considerarse mejores que los regalos con un efecto positivo limitado. El regalo de la vida -dar a luz a un niño, o rescatar a alguien de la muerte- es, en estos términos, un regalo supremo, porque crea o permite todo lo que sigue. Cabe esperar que Dios conceda regalos que produzcan un cambio, pero este elemento puede perfeccionarse de manera que sólo Dios sea el agente eficaz en la acción.En los antiguos debates sobre el albedrío, los filósofos solían insistir en que los seres humanos conservan la responsabilidad moral de sus acciones, de modo que los dioses no pueden ser los únicos responsables del bien o del mal que hacen los seres humanos.[8] Sin embargo, la gracia de Dios podría crear la capacidad de recibir las semillas de la virtud, o podría ayudar al desarrollo de esa virtud mediante la instrucción, el ejemplo y el estímulo. Y aquellos que deseen perfeccionar la eficacia de la gracia podrían llevar el papel de Dios más allá: tal vez la gracia de Dios crea un yo recién configurado; tal vez este yo puede elegir sólo el destino determinado por Dios; o tal vez la gracia reemplaza la agencia humana de tal manera que se puede decir que sólo Dios actúa en la realización de la virtud.[9] Evidentemente, la eficacia es otra posible perfección de la gracia, que puede llevarse a varios puntos extremos.
6. No circularidad
La modernidad occidental se inclina por perfeccionar el regalo como «puro» sólo cuando no hay reciprocidad, ni devolución o intercambio. En la antigüedad, los filósofos insistían en que Dios/los dioses no necesitan nada a cambio de sus regalos: no son vendedores que intercambian sus beneficios por un rendimiento monetario.[10] Sin embargo, en general se consideraba que sí esperaban la devolución de la gratitud o la alabanza, al igual que los seres humanos de mayor estatus querían una devolución no de beneficios materiales, sino de honor. En la era moderna, como hemos visto, ha habido una tendencia persistente a perfeccionar los regalos como no circulares y no recíprocos: si son verdaderamente «altruistas» y «desinteresados», no deberían estar «contaminados» por elementos de devolución. He aquí, pues, otra posible perfección del regalo, que se distingue claramente de las otras que hemos enumerado.
Debemos recordar que no es necesario perfeccionar el regalo, ya sea humano o divino. La mayoría de los regalos ordinarios no son particularmente abundantes, se mezclan con otros modos de comportamiento, no son claramente los primeros en la secuencia, se dan de acuerdo con algún elemento de valor, no son particularmente eficaces, e implican alguna expectativa de retorno. Aun así, ¡pueden ser buenos regalos! De hecho, como hemos señalado, algunas de estas perfecciones son potencialmente problemáticas, ya que ofenden algún principio de justicia, responsabilidad o amistad. Sin embargo, dar regalos siempre es susceptible de una o más de estas perfecciones, especialmente en relación con Dios, el Dador último. En algunos casos, estas perfecciones son cuestiones de grado, y no tienen por qué implicar un extremo total, pero esta taxonomía de seis partes nos ayuda a ver las direcciones en las que los intérpretes pueden tomar el concepto de regalo o gracia divina.
Y hay más de una dirección que tomar. Perfeccionar una de estas facetas del regalo no implica adoptar ninguna de las otras, y ciertamente no todas. La gracia divina podría ser superabundante y previa sin ser incongruente con la valía del receptor. Podría darse sin tener en cuenta la valía, pero esperar un retorno. Al separar o desglosar estas seis diferentes perfecciones de la gracia, queda claro que no constituyen un único «paquete». De hecho, diferentes intérpretes de este concepto han tendido a operar con diferentes grupos de perfección. Sin embargo, a menudo han considerado su interpretación como la «correcta» de la gracia, de modo que cualquier otra no sólo es diferente, sino errónea.
Ahora podemos ver cómo la gente puede entender diferentes cosas por «gracia pura», y han tomado la gracia como «libre» en más de un sentido. «Pura gracia» puede significar su singularidad (Dios no es más que benevolente) o su no circularidad (la gracia de Dios no busca retorno). La gracia puede ser » libre » en el sentido de que se da sin tener en cuenta el valor del receptor (incongruente), o en el sentido de que se da sin expectativas posteriores (no circular), o en ambos sentidos a la vez. Incluso la palabra «incondicional» puede ser confusa: ¿Significa sin condiciones previas (incongruente), o sin obligaciones resultantes (no circular), o ambos?
Esta taxonomía puede aclarar algunos de los principales desacuerdos sobre el tema de la gracia en el curso de la teología cristiana, incluidos los que hemos señalado en el prólogo. A todo el mundo le gusta pensar que ha captado el significado «real» de la gracia en su grupo particular de perfecciones. Pueden surgir desacuerdos, no porque una parte enfatice la gracia más que la otra, sino porque perfeccionan el término de diferentes maneras. Uno puede pensar que la gracia divina sólo es propiamente gracia si se elimina toda noción de juicio o ira (perfeccionando la singularidad de la gracia). Pero otro creyente igualmente sincero puede sostener que la singularidad no es una característica esencial de la gracia: lo más importante es que sea incongruente (inmerecida). Otro puede sostener que la única gracia digna de ese nombre es la que garantiza la salvación del creyente (perfeccionamiento de la eficacia de la gracia); pero otro creyente puede sospechar de esa perfección, al tiempo que sostiene que la gracia, por definición, no nos impone ninguna exigencia (no es circular). Pelagio, como veremos, sostenía firmemente la superabundancia y la prioridad de la gracia divina, pero por razones teológicas no podía aceptar la perfección de Agustín de la incongruencia y la eficacia de la gracia. Pelagio no creía menos en la gracia que Agustín; simplemente creía en ella de forma diferente.
Algunas Figuras Influyentes en la Historia de la Interpretación
Casi todos los intérpretes de Pablo han estado de acuerdo en que la gracia es un tema central en sus cartas, pero han discrepado sobre lo que quería decir con este término y las connotaciones que tenía. Nuestra sextuple taxonomía de las perfecciones nos ayuda a entender por qué no están de acuerdo, y antes de pasar a leer al propio Pablo será valioso trazar, a grandes rasgos, algunas trayectorias significativas en la historia de la interpretación de este tema.[11]
Uno de los mayores admiradores de Pablo en el siglo II fue el provocador teólogo Marción. Como se le consideraba herético, su propia obra no ha sobrevivido, y sólo sabemos de él por los relatos polémicos de otros. Aun así, algunos rasgos de su teología están razonablemente claros.[12] De la respuesta de Tertuliano se desprende que a Marción le gustaban especialmente los rasgos antitéticos de las cartas de Pablo (especialmente Gálatas) y le llamaba la atención el énfasis de Pablo en el favor o la gracia de Dios. De hecho, Marción creía que el Dios bondadoso revelado por Jesús y predicado por Pablo era incompatible con el Dios creador de las Escrituras judías (el Antiguo Testamento). El Dios creador era justo y, en aras de la justicia, castigaba a las personas y les causaba daño; Marción destacaba los relatos bíblicos sobre la ira, la condena y la destrucción de Dios. Pero el Dios revelado por primera vez en Jesucristo era totalmente diferente. No sólo era «bueno», sino «supremamente bueno», y esa «bondad primaria y perfecta» era el único modo de operar de este Dios.[13] Lo que Jesús enseñó y lo que Pablo proclamó fue que este Dios benévolo, misericordioso y generoso había salido de lo oculto para salvar a la humanidad, y para pedirle que respondiera no con miedo sino con amor.
Utilizando los términos de nuestra taxonomía, Marción perfeccionó la singularidad de la gracia, de una manera que era fácilmente comprensible y muy atractiva en el mundo antiguo. (Y no sólo entonces: se pueden rastrear tendencias similares hacia esta perfección de la gracia en algunas corrientes del cristianismo contemporáneo). Otros lectores igualmente cuidadosos de Pablo en la iglesia primitiva no estaban de acuerdo, pero eso no es porque descuidaran la teología de la gracia de Pablo. Simplemente la perfeccionaron de manera diferente.
Para ver una forma diferente de perfeccionar la gracia, podemos recurrir a Agustín (354-430), cuya influencia en la teología occidental ha sido enorme. Agustín consideró que la gracia era el tema central de la carta de Pablo a los romanos, pero su interpretación se fue desarrollando con el tiempo a medida que luchaba con textos difíciles y se veía envuelto en polémicas con otros teólogos.[14] Para Agustín, la teología de la gracia de Pablo evocaba el poder y la acción de Dios, y era crucial para combatir el pecado central del orgullo, por el que nos atribuimos méritos a nosotros mismos. Como dice Pablo en uno de los textos favoritos de Agustín «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Tras abandonar sus opiniones maniqueas, con su tendencia al determinismo, Agustín mantuvo inicialmente el libre albedrío del creyente en el acto de fe, en respuesta a la llamada de Dios. Esto coincidía con el énfasis de los teólogos de la tradición griega, como Juan Crisóstomo, quien, al interpretar las fuertes afirmaciones de Romanos 9, consideraba que Pablo hablaba del preconocimiento de Dios de la fe y la virtud del creyente, no de la predestinación.[15] Sin embargo, cuando Agustín profundizó en Ro 9:6-29 (mientras preparaba su Carta a Simpliciano en el año 396), su opinión cambió, y comenzó a pensar en la fe misma como un regalo de Dios.
A Agustín siempre le impresionó la insistencia de Pablo en la incongruencia de la gracia: Dios no justifica a los justos, sino a los impíos (Ro 4:5). Ahora comenzó a explorar su eficacia, de modo que incluso nuestra respuesta a la gracia de Dios no depende verdaderamente de nosotros. Se convenció de que la gracia de Dios era anterior a nuestra respuesta, no sólo temporalmente (mientras éramos todavía pecadores), sino también lógicamente (provoca nuestra respuesta). Al profundizar en la psique humana y en las motivaciones de la voluntad (sobre todo en sus Confesiones), Agustín llegó a pensar que incluso nuestra voluntad de deleitarse en Dios debe ser «tocada», «inspirada» o «movida» por la gracia de Dios. Según el versículo que citaba a menudo (en su versión latina), «Dios actúa en vosotros tanto para querer como para obrar la buena voluntad» (Fil 2:13).[16]
De este modo, Agustín combinó la incongruencia de la gracia con su prioridad y eficacia, las tres muy unidas. Dado que la gracia de Dios es eficaz y transformadora, la incongruencia inicial de la gracia (otorgada a los pecadores que estaban alejados de Dios) produce una congruencia final, ya que las buenas obras merecen su justa recompensa, la vida eterna. Pero como es Dios quien obra en el creyente, «cuando Dios corona nuestros méritos, no corona otra cosa que sus propios dones».[17] Estas perfecciones se radicalizaron cada vez más cuando Agustín se vio envuelto en agrias polémicas con sus oponentes. El más significativo de ellos fue el monje británico Pelagio (c. 354-418), que también era un lector muy atento de Pablo, pero que estaba alarmado por la tibieza de los cristianos de élite que se esforzaban poco por observar los extenuantes mandatos del Evangelio.[18] Para Pelagio, la gracia de Dios es siempre anterior y sobreabundante: Dios ya nos ha dado la capacidad de hacer el bien y nos ha revelado bondadosamente cómo hacerlo, sobre todo en el ejemplo de Cristo. Pero la elección de hacer el bien, y la acción misma, es nuestra; de lo contrario, no podemos alabar a las personas por su virtud ni culparlas por su vicio. Pelagio expuso una debilidad en la teología de Agustín, si la poderosa agencia de la gracia reducía la voluntad humana a un mero asentimiento. Pero Agustín percibió en Pelagio una forma sutil de autocomplacencia y una apreciación inadecuada de la eficacia de la gracia. La voluntad humana, razonó Agustín, está herida y necesita mucho más que instrucción y asistencia: necesita ser curada, liberada y dinamizada. Si no, ¿por qué oraríamos a diario pidiendo la ayuda divina? «No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal».
Al fundir su teología de la gracia con la piedad del creyente, Agustín hizo que sus perfecciones de la gracia parecieran necesarias e irrefutables. Pero las tendencias polarizadoras de la controversia (incluso con algunos de sus admiradores, como Juan Casiano) le llevaron a llevar sus creencias a extremos cada vez mayores. Cuanto más subrayaba la eficacia y la prioridad de la gracia, más le llevaba a afirmar la (inexplicable) predestinación de los creyentes, siguiendo algunos intrigantes textos paulinos (por ejemplo, Ro 8:28-29; Ef 1:4-5). Si la gracia de Dios es eficaz en la voluntad humana, ¿cómo podría un verdadero creyente alejarse de Dios? ¿No debemos afirmar así «la perseverancia de los santos»? Más controvertido aún, si Dios ya ha seleccionado a los que creerán, y ninguna de las intenciones de Dios es infructuosa, ¿murió Cristo sólo por los elegidos, y no por todos? Siglos más tarde, Juan Calvino (1509-1564) revivió muchos de los argumentos de Agustín, de manera que el conjunto de perfecciones agustinianas de la gracia se ha convertido en un sello distintivo de la tradición reformada. Pero éstas, podemos observar, son sólo una forma de perfeccionar el tema de la gracia. Los que no están de acuerdo no necesariamente niegan o minimizan la gracia: simplemente pueden perfeccionarla de otras maneras.
Nuestra taxonomía de la gracia también puede contribuir a explicar la diferencia entre Martín Lutero (1483-1546) y Tomás de Aquino (1225-1274) sobre este tema.Tanto en su Summa Theologiae como en sus comentarios sobre Pablo, Tomás de Aquino puso el acento en la gracia de Dios en la creación y la salvación, una gracia que anula el déficit humano del pecado y transforma a sus recipientes humanos.[19] Está claro que la gracia de Dios es inicialmente incongruente: Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mc 2:17). Pero la gracia no nos deja como estábamos. Se «infunde» en el alma humana y no destruye, sino que eleva la naturaleza humana, de modo que el creyente se hace justo y se hace finalmente digno de la salvación. Como poder formativo (gratia habitualis), la gracia conduce al creyente a lo largo de un camino que va desde el perdón hasta la santificación y lo hace apto para el día final (pero aún amenazante) del juicio. La fe tiene un papel crucial en este camino, pero debe ser completada y «formada» por las obras de amor, y son estas las que serán juzgadas en el último día.
La reacción de Lutero a la teología medieval y a su lenguaje de «méritos» fue visceral. Para Lutero, la fe no es el asentimiento intelectual a las proposiciones sobre Dios, sino la confianza en las promesas de Dios y en los beneficios aportados por Cristo. Insiste en que en la fe (y sólo por la fe) tenemos todo lo necesario para la justificación y la salvación porque ya tenemos el regalo de Dios, es decir, Cristo. Considerar las obras como un suplemento a la fe necesaria para la salvación sugeriría, para Lutero, que tratamos la obra de Dios en Cristo como insuficiente o incompleta, un acto de desconfianza hostil hacia Dios que sería el colmo de la impiedad. Las obras se derivan adecuadamente de la fe, pero es desastroso, tanto en la teología como en la práctica pastoral, hacerlas parte integral de la salvación misma.[20] La gracia, para Lutero, no es una sustancia o una cualidad «vertida en el alma», sino una relación: la decisión libre de Dios de perdonar y aceptar a los creyentes en Cristo.[21]
Para Lutero resultaba esencial enfatizar que la incongruencia de la gracia -el desajuste entre el regalo de Dios y el valor del creyente- es fundamental no sólo al comienzo de la vida del creyente sino como sello permanente de la vida de fe. La justificación por la fe (es decir, por la confianza) en Cristo significa que los creyentes no viven de su propia justicia, sino de la justicia de Cristo, una justicia extrínseca o «ajena» que nunca podrán llamar verdaderamente suya. Lutero a veces hablaba de esto como la «imputación» de la justicia de Cristo, pero más a menudo como la presencia de Cristo en la fe, o como la unión del creyente con Cristo: «La fe se apodera de Cristo de tal manera que Cristo es el objeto de la fe, o más bien no el objeto sino, por así decirlo, Aquel que está presente en la fe misma».[22] Lo importante es que, en sí mismos, los creyentes siguen siendo profundamente defectuosos: en lo más íntimo de sus almas acecha una profunda rebelión o resistencia a Dios. Pero Dios mira a los creyentes como si estuvieran «pegados» a Cristo (y él a ellos), y en Cristo sólo ve justicia, santidad y bondad. Queda así una incongruencia de por vida en la gracia, de tal manera que Lutero pudo acuñar la expresión simul justus et peccator («al mismo tiempo justificado y pecador»).[23]
Lutero cuestionó cualquier estructura teológica que previera una devolución meritoria de las buenas obras a Dios. Si la gracia de Dios se da gratis, no se da para obtener un retorno o beneficio para Dios, sino sólo por nuestro bien: este amor desinteresado es, tanto en su intención como en su motivo, no recíproco. Como señalamos, lo mismo se aplica a los regalos humanos (podría decirse que es una de las raíces del «regalo puro» occidental): deben darse puramente para el beneficio del otro. Así, Lutero radicalizó la incongruencia de la gracia y la combinó con una presunción de no circularidad: La gracia de Dios no necesita ni exige un retorno. Esta es una poderosa combinación de perfecciones, que ha influido durante mucho tiempo en el pensamiento protestante. La polémica luterana ha insistido en que éste es el único significado propio de la gracia, y de la salvación «sólo por gracia». Pero, como ha mostrado este breve estudio, no es la única manera en que se puede pensar en la gracia.
Nuestra taxonomía en seis partes de las perfecciones de la gracia puede ayudarnos a entender lo que son estas y otras disputas, incluso si no puede determinar la comprensión «correcta» del término. La interpretación contemporánea de Pablo sigue estando influenciada por estos largos debates y las perfecciones particulares que ejemplifican. Una vez que seamos conscientes de ellas, podremos leer a Pablo con más matices y más conciencia de sí mismo. Ya no podemos dar por sentado que sabemos lo que se entiende por «gracia», sino que podemos empezar con una mente abierta en cuanto a cuál de estas perfecciones, si es que hay alguna, está realmente presente en su obra. Pero antes de llegar a Pablo, hay que dar un paso más. Puesto que la teología de Pablo es evidentemente judía, y puesto que su relación con la tradición judía en relación con la gracia ha sido objeto de una importante controversia, debemos investigar primero el significado de la gracia dentro del judaísmo del Segundo Templo. También podemos entenderlo mejor, ahora que somos conscientes de las diferentes perfecciones posibles de la gracia.
NOTAS
[1] Cf. Santiago 1:17: “Toda buena acción de dar y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay variación ni sombra debida al cambio”.
[2] 2. Tomo esta noción de “perfección” del crítico literario Kenneth Burke, Permanence and Change: An Anatomy of Purpose (Berkeley: University of California Press, 1954), 292–94; cf. su Language as Symbolic Action: Essays on Life, Literature, and Method (Berkeley: University of California Press, 1966), 16–20.
[3] ¡Idoneamente, claro, deberían de ser siete! Estoy abierto a sugerencias.
[4] Philo, Allegorical Interpretation 3.163-64, mi traducción; On the Posterity of Cain 32, 127-28.
[5] Plato, Timaeus 29 c-d; Republic 379 b-d.
[6] Philo, On the Confusion of Tongues 123; Who is the Heir? 102-24. Para el énfasis de Filón en este punto vea Orrey McFarland, God and Grace in Philo and Paul (Leiden: Brill, 2015).
[7] Mt 5:45; Seneca, On Benefits 1. 1.9; 4.28. Séneca insiste, sin embargo, que los dioses preferirían en beneficiar solo a los dignos.
[8] Vea Martha Nussbaum, The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, 2nd ed. (Cambridge: Cambridge University Press, 2001).
[9] Con respect a la discusión antiguo vea John M. G. Barclay y Simon J. Gathercole, eds., Divine and Human Agency in Paul and His Cultural Environment (London: T&T Clark, 2006).
[10] Vea Philo, On the Cherubim 122-24.
[11] Para una versión más complete de este tema, incluyendo a figuras no incluidas aquí, vea mi Paul and Gift (Grand Rapids: Eerdmans, 2015), 79-182.
[12] Cuánto podemos saber sobre Marción es una cuestión de controversia académica. Véase Judith M. Lieu, Marcion and the Making of a Heretic: God and Scripture in the Second Century (Cambridge: Cambridge University Press, 2014); y (con más confianza en las fuentes) Sebastian P. Moll, The Arch-Heretic Marcion (Tübingen: Mohr Siebeck, 2010).
[13] Asi reporta Tertuliano en su tratado Contra Marción, que está disponible en traducción al iglés en Ernest Evans, Tertullian: Adversus Marcionem, 2 vols. (Oxford: Clarendon, 1972). El texto citado aquí es de 1. 23. 3.
[14] La literature es inmensa, pero podemos resaltar Peter Brown, Augustine of Hippo (New York: Dorset, 1967); Carol Harrison, Rethinking Augustine’s Early Theology: An Argument for Continuity (Oxford: Oxford University Press, 2006); J. Patout Burns, The Development of Augustine’s Doctrine of Operative Grace (Paris: Études Augustiniennes, 1980).
[15] Las Homilies on Romans de Crisóstomo se pueden encontrar traducidas en el vol. 11 de A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Church, ed. Philip Schaff (Edinburgh: T&T Clark, 1996).
[16] Agustin también estaba impactado por Ro 5:5, leyendo “el amor de Dios (amor Dei) como “amor por Dios”: “El amor por Dios se ha vertido en nuestros corazones por el Espiritu Santo que nos lo ha dado” (mi traducción).
[17] Agustine, Epistle 194.5.19 (mi traducción).
[18] Para la lectura de Pelagio de Pablo, vea Theodore de Bruyn, Pelagius’ Commentary on St. Paul’s Epistle to the Romans (Oxford: Clarendon, 1993). El contraargumento de Agustín se puede encontrar en sus tratados On Nature and Grace y On the Grace of Christ. Para un análsis de estas controversias vea P. Brown, Agustine, 340.75, y Gerald Bonner, St. Agustine of Hippo: Life and Controversies (Norwich: Canterbury, 1963), 312-93.
[19] Philip McCosker, “Grace,” in Philip McCosker and Denys Turner, eds., The Cambridge Companion to the Summa Theologiae (Cambridge: Cambridge University Press, 2016), 206–21. Cf. Joseph P. Wawrykow, God’s Grace and Human Action: “Merit” in the Theology of Thomas Aquinas (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1995).
[20] Los tratados clave en este tema incluyen The Freedom of the Christian y Two Kinds of Righteousness.
[21] Para el rol de Melanchthon en este entendimiento de charis, y para un muy buen análisis de la lectura de Lutero de Pablo, vea Stephen J. Chester, Reading Paul with the Reformers: Reconciling Old and New Perspectives (Grand Rapids: Eerdmans, 2017).
[22] Lectures on Galatians (Luther’s Works, 26: 129). Este tema ha sido destacado y desarrollado en la escuela finlandesa de interpretación luterana: véase Tuomo Mannermaa, Christ Present in Faith: Luther’s View of Justification, ed. y trans. Kirsi Irmeli Stjerna (Minneapolis: Augsburg Fortress, 2005).
[23] Para el análisis de esta frase, véase Daphne Hampson, Christian Contradictions: The Structures of Lutheran and Catholic Thought (Cambridge: Cambridge University Press, 2001).